Gratuidad y libertad


He hablado muchas veces con una amiga mía sobre la gratuidad, quizá porque es un concepto al que ella hace mención con frecuencia desde hace algún tiempo. Hace un par de meses recuerdo haber tratado otra vez el tema con ella, sobre la cuestión en concreto de no sentirse a gusto haciendo algo gratuitamente. Ella no lo entendía, hasta que llegamos a la conclusión de que, llegado el caso, el problema no está en el hecho en sí de dar algo sin esperar nada a cambio, sino en darlo y recibir a cambio una muestra de desprecio.

En la vida hacemos la mayoría de las cosas porque la voluntad nos empuja a hacerlas. A menudo esas cosas las hacemos porque se trata de algo o de alguien que apreciamos o queremos. Para algunos, la única compensación que merece la pena es la satisfacción de saber que se ha hecho algo por otro o por otros, aunque el otro no lo sepa. Pero todos somos humanos, y no nos gusta recibir un desprecio o una zancadilla a cambio de un gesto de gratuidad. Puede pasar una, dos, tres veces, pero cuando la cifra se eleva demasiado, esa gratuidad tiende a extinguirse.

Esto pasa en muchos ámbitos de la existencia de una persona, tantos como relaciones personales mantiene en los distintos niveles de su vida. El mundo, cada país, cada ciudad están plagados de ejemplos. Lamentablemente es ley de vida, tampoco es una solución aceptable que se sostenga una relación viciada por el abismo que dista entre la gratuidad y el desprecio. Cada decepción nos ayuda en la vida a aprender a evitar que otros nos hagan daño o que nos vuelvan a hacer caer con una zancadilla. La decepción, a fin de cuentas, no deja de ser una forma de maduración y de alcanzar la propia libertad.

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