La búsqueda del aplauso fácil erosiona la libertad en favor de la intolerancia

Una de las peores enfermedades que sufre nuestra sociedad es la sed de popularidad

"Aceptación y aplauso que alguien tiene en el pueblo." Así es como define la RAE la popularidad. La aprobación de los demás es algo ansiado por muchos. Algunos lo ven como un fin en sí mismo, y no como la consecuencia no deseada de la búsqueda de la excelencia y de la conquista del prestigio, que suele ser el camino más difícil para obtener popularidad (de hecho, cada vez es más frecuente que ese camino conduzca a la impopularidad).

Vivimos en un momento en el que a cualquiera se le ofrecen herramientas fáciles de usar para obtener popularidad por la vía más fácil. A pie de calle, cualquiera puede abrirse una cuenta de Twitter y obtener el favor de los demás; esa red social está plagada de gente con pocos escrúpulos y decenas de miles de seguidores que aplauden las más solemnes majaderías, a menudo lanzadas como gestos de rebeldía cuando la mayoría de las veces no son más que tributos al pensamiento dominante, si de esta forma podemos definir una seria de tópicos y de consignas sin el menor cimiento argumental.

En la esfera familiar hay muchos padres empeñados en pasar por amigos de sus hijos, ante los cuales han renunciado a ejercer la autoridad que requiere esa ardua y noble tarea que es la educación. No es nada infrecuente, al mismo tiempo, encontrarse con que esos mismos padres son incapaces de educar a sus hijos o incluso de convivir con ellos. La palabra "consentido" se ha convertido en el adjetivo idóneo para describir a muchos de esos críos cuyos padres parecen empeñados en no decirles nunca que "no" a nada.

En la vida pública tenemos cada vez más líderes políticos obsesionados no tanto por servir al bien común y hacer lo correcto, sino con obtener -por los medios que sean- el apoyo popular para poder garantizarse la elección y la reelección. En un régimen político que permite al Estado apropiarse de buena parte de la riqueza nacional, la política de "pan y circo" ha llegado a cotas nunca vistas. Paradójicamente, ello ha llevado a los ciudadanos a competir por ser acreedores de un favor político -disfrazado de "derechos sociales"- que ellos mismos pagan por medio de auténticos atracos fiscales.

En el terreno de la comunicación vemos como muchos periodistas son capaces de pisotear la verdad en favor del morbo, del sensacionalismo y de otras formas burdas de captar la atención de la audiencia, aunque con ellas estén consiguiendo hundir a su propia profesión en el más absoluto descrédito.

Incluso podríamos hablar de quienes habiendo seguido la noble vocación de guiar a los demás en el terreno espiritual, acaban por renunciar a los duros sacrificios y frecuentes incomprensiones que acarrea la defensa de la verdad, de la ética y de la moral, a cambio del siempre gratificante aplauso de los feligreses o de los medios, cuando no de la simple tranquilidad de no tener que sufrir las persecuciones que padecen quienes sí se atreven a defender lo que muchos -por comodidad, por pereza o por desidia- prefieren no oír.

No considero pesimista el panorama que acabo de exponer. Aunque algunos no se quieran enterar, la realidad no cambia por el hecho de confundirla con los propios deseos, o por aproximarse a ella con una actitud buenista que, paradójicamente, acaba por alejarnos del mundo real. A nuestro alrededor hay mucha buena gente, personas que se sacrifican por los demás, empezando por sus familias. También hay buenos políticos y buenos comunicadores, que a menudo tienen que sufrir injustas generalizaciones mientras se mueven en un ambiente que no se lo pone nada fácil. Y por supuesto hay buenos guías espirituales, que prefieren afrontar el nunca deseado odio ajeno antes que renunciar a la verdad a cambio de un aplauso. Obviamente, optar por lo correcto no implica asumir una actitud de aguafiestas en cualquier circunstancia, pero en muchas ocasiones hace falta que alguien diga verdades incómodas y muchos prefieren callárselas para no molestar, para no sufrir las iras de los intolerantes o incluso para seguir siendo aceptados por los demás, aunque sea a costa de renunciar a sí mismos. Paradójicamente, con esa actitud no estamos construyendo una sociedad menos conflictiva, sino una sociedad más despótica y violenta, pues renunciando a defender nuestras convicciones, renunciando a decir la verdad por incómoda que sea, lo único que conseguimos es que se reduzcan cada vez más los límites de la libertad y aumenten cada vez más los de la intolerancia. Me pregunto a qué extremo tendremos que llegar para que algunos se den cuenta de ello.

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Comentarios:

  1. El Premio Nobel del populismo local lo lleva Abel Caballero de Vigo.

  2. El Tíol Bastón

    Sí, y esa sed de popularidad hace que haya montañas de gente prescindible ocupando puestos en el imaginario colectivo sin necesidad ninguna de que estén ahí, mientras que a otros que sí hacen realmente algo bueno nadie los ve o los escucha por culpa del ruido que genera el número de los primeros. Ruido de gallinero, diría yo.

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