Hay una España que se muere en soledad

Originalmente publicado en Actuall.com

El año pasado la Federación de Amigos de los Mayores publicaba un dato: un millón y medio de ancianos viven solos en España. Con 8 millones de mayores de 65 años, estamos hablando del 18,75% de los ancianos que residen en nuestro país.

España envejece y este problema irá en aumento. Y digo “problema” porque por mucho que algunos nos quieran vender la idea de lo guay que es optar por el estilo de vida “single” (como ahora lo llaman), en la recta final de la vida tiene que ser muy duro no tener a nadie que te acompañe, que te cuide día a día, que te ayude y con quien hablar.

He tenido la oportunidad de ver en un hospital los efectos de la soledad en una persona mayor. Tristeza, depresión, aburrimiento cuanto menos… Los días se vuelven muy largos y las sonrisas muy escasas. 

Entre las enfermeras hay auténticos ángeles capaces de arrancar sonrisas incluso al anciano más triste, pero las enfermeras no pueden estar ahí todo el rato. Alguno pensará: “el Estado debería cubrir esa necesidad”. El caso es que el Estado no puede suplir la ausencia de hijos, nietos y sobrinos. Por supuesto, unos los tienen y otros no.

Yo vivo en el seno de una familia donde nuestros enfermos no sólo suelen estar bien acompañados, sino que incluso acabamos dando compañía a los compañeros de habitación que no la tienen. Tendríais que ver cómo poco a poco se animan a charlar con uno, se van sacudiendo las telarañas de la depresión y acaban reflejando en su rostro esa pizca de alegría que les faltaba la primera vez que los vimos.

Nuestra sociedad ha asumido poco a poco la idea de que los niños son una carga, un gasto, un engorro e incluso un obstáculo que nos impide alcanzar una vida más cómoda y placentera. Yo veo a aquellos de mis amigos que tienen hijos y no me encuentro con nada de eso. Obviamente, tener hijos implica una gran responsabilidad, un montón de esfuerzos y de sacrificios, pero también tiene muchas contraprestaciones.

Un niño pequeño llena por completo de vida una casa. Hace poco unos vecinos con niños pequeños nos preguntaban si molestaban los llantos de los bebés, y lo tuve claro: hoy en día da gusto escuchar llantos de los bebés, sobre todo en un edificio lleno de personas mayores. Algunas no tienen más que la compañía de un pequeño perrito, y los perritos tienen una vida mucho más corta que las personas. ¿Qué queda después?

Se me hace chocante tener que decirlo, pero cada vez es más frecuente la necesidad de recordar cosas obvias. No visitar a tus mayores, ni siquiera cuando enferman, es algo que debería dar mucha vergüenza. Por supuesto, cada familia es un mundo y a veces por cualquier motivo, los lazos familiares se rompen durante años. Pero ¿cómo puede ser que no nos acordemos de quienes nos dieron la vida, de quienes asumieron tantos sacrificios para criarnos y educarnos? Y esto se le puede reprochar a los hijos de quienes los tienen, claro.

Una sociedad con cada vez más ancianos y menos niños es una sociedad condenada a la soledad, a la tristeza, al abandono y a la depresión. Y lo más dramático es que nuestros políticos no sólo no reconocen este problema, sino que siguen empeñados en engordarlo, apoyando legislaciones que financian con nuestros impuestos la eliminación de niños por nacer, y al mismo tiempo dejan solas y sin ninguna ayuda a las mujeres embarazadas que no quieren deshacerse de los suyos. Es de locos.

Cada mujer que decide traer una nueva vida al mundo debería contar con el apoyo y el abrigo de toda la sociedad, y no con presiones políticas, sociales y legales para que se deshaga de la vida que crece en su vientre.

Además de lo ética y moralmente reprobable que es acabar con la vida de un ser humano inocente e indefenso, el aborto es también la expresión del suicidio social al que se está abocando nuestro pueblo.

Una sociedad que mata a sus hijos es una sociedad que se pone una soga al cuello. Sin niños,sin un relevo generacional, una sociedad se ve desprovista del capital humano necesario para renovarse y para sostener, acompañar y cuidar a quienes afrontan la recta final de sus vidas.

Lo realmente grotesco, y lo que más pesar debe causar en quienes lo hacen, es haber tenido un hijo -porque el embarazo es ya tener un hijo- y haberte deshecho de él por comodidad, por egoísmo, por presiones o por cualquier otro motivo. ¿Cuántos abrazos, cuántas sonrisas, cuántos gestos de cariño y cuántas compañías se han liquidado en España con esta lacra que algunos catalogan -en el colmo de la insensatez y de la sinrazón- como un “derecho”?

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