El mundo, las nubes, la gente, las cosas, se suceden como un variopinto carrusel dentro de un escaparate que no tiene más razón de ser que estar ahí para que alguien se detenga a mirarlo un momento. Los seres animados que aparecen en él están mudos, pero en sus rostros, en sus gestos, en sus prisas o en su quietud se adivinan muchas historias. Historias que no empiezan y tampoco acaban, sólo pasan, atraviesan delante mía y me inspiran unos momentos de empatía, para luego desaparecer, tal vez, para no volver a vernos más.
Mi ventana se hizo para eso. Deja también entrar la luz del sol, pero la hicieron para mirar. Es una ventana feliz porque alguien se pregunta cosas junto a ella. Otras ventanas sólo saben filtrar la luz.
El mundo está lleno de ventanas como la mía, y a lo mejor en muchas de ellas hay ojos que miran desde lo alto (o desde abajo), quizá no buscando llenar un rato de hastío, sino intentando responder preguntas que el observador no se atreve a plantear. ¿Cómo me siento? ¿Qué haré? ¿Qué pasará? ¿Por qué...? A lo mejor no hay nadie que mire como yo, y la transparencia de mi ventana esté sola en sus veladas. Es mejor posar la frente en el cristal, y mirar. Me gusta arrimarme a la ventana.
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