Mi mar


Siempre digo que yo sería incapaz de vivir sin este viejo amigo cerca de mí. Cuando voy a dar una vuelta por el borde sur de la Ría, salgo por el nudo de Bouzas a la glorieta que lleva a Samil, y desde ahí sigo todas las carreteras que pasan lo más cerca de él, incluso pequeños caminos que no conoce mucha gente. Es como si un imán me fuese llevando con él.

Cada vez que viajo a Madrid, algo que hago con cierta frecuencia, me pican los ojos, la nariz y las manos por la falta de humedad. Soy gallego de costa, vivo al amparo del mar y ya soy parte del mar, como todos los de aquí. Cuando me alejo de él es como si me evaporase, como si le echase en falta incluso sin darme cuenta.

Cuando fue el accidente del Prestige, recuerdo acercarme con frecuencia al paseo que rodea Monte Lourido, al final de Playa América. En un tramo hay un abierto desde el que se pueden ver bien Baiona y el castillo de Monterreal. Y el mar, claro. Solía apagar el coche y pararme a escuchar las olas, y mirar a lo lejos, a ver si el "veneno negro" se acercaba ya. En aquellos días fuímos muchos los gallegos, especialmente los habitantes de la Ría de Vigo, a los que se nos calleron las lágrimas pensando en lo que le había pasado a nuestro viejo amigo. Todavía tengo presentes las playas de Corrubedo y Carnota, y la espuma saliendo negra de las olas -sí, negra, aunque parezca imposible-, mientras nosotros luchábamos con nuestras propias manos por levantar aquellas lágrimas de petróleo que lloraba nuestro querido océano.

Quien no ha vidido toda su existencia junto a él no es posible que lo entienda, y tomará estas líneas como las palabras de un loco. Y sí, lo confieso: soy un loco, un loco de mar. El mar es nuestra alma, nuestra vida, nuestro destino. Las viejas leyendas gallegas dicen que partimos hacia él cuando morimos, desde los "cabos do mundo", para no volver. Y es él quien trae a las playas, como la Lanzada -que es la playa de los muertos-, los restos de los que perecen en su seno. Las estrellas nos guían a través de él, y es él quien ha acompañado a los nuestros a través de medio mundo, consolándoles en los tristes días de la emigración.

Nunca he visto con mis propios ojos el Mediterráneo, aunque parezca mentira. Me han contado como es, y lo he visto por la tele... un mar cálido, sin fuerte oleaje, casi sin mareas, de playas planas y clima cálido. No me imagino un mar así. Nosotros vivimos junto a un mar bravo, frío, violento y a la vez tierno con nosotros, de costas agrestes y playas pronunciadas que él recorre dos veces cada día, subiendo a vernos con la pleamar y bajando a jugar con las algas en la bajamar. Es un mar inmenso que no se detiene hasta llegar al otro lado del mundo, cuya llamada nos transmite en cada ola. Nuestra vista se pierde en el misterio de su inmensidad, al tiempo que nuestras manos lo acarician en las playas de la Ría, con el cariño de quien mima a un ser querido que estaba aquí cuando llegamos y que seguirá aquí cuando nosotros ya no estemos.

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